Autor: MAXIMILIANO RODRÍGUEZ
Si algo es seguro, es el hecho que tanto la Constitución que emane de la Convención como el régimen político que aquella consagre serán burgueses; y será así por más derechos que se reconozcan e independiente de la división territorial del país y la forma de administración del Estado. Ningún artilugio jurídico nacido de la astucia y creatividad de tal o cual convencional podrá cambiarlo.
Pero ¿cómo es esto posible si ningún gran empresario funge de convencional y la derecha, acérrima defensora de los intereses de estos según el discurso de la izquierda, no alcanza siquiera el tercio en la Convención?
La naturaleza de las instituciones políticas viene dada por la clase que domina sobre las otras, que detenta del poder. O, en otras palabras, realiza sus intereses generales a través del aparato estatal.
La cuestión es que nada de lo anterior es lo que en esencia explica el por qué la burguesía es la clase social dominante en el país; ni determinan, en consecuencia, el carácter del poder político que encarna en la institucionalidad estatal.
Chile es una sociedad burguesa –qué duda cabe–, y seguramente lo seguirá siendo por un buen rato. ¿Por qué es una sociedad burguesa? Es burguesa no porque la actual Constitución lo diga –de hecho, no lo dice–. La sociedad chilena es burguesa porque su reproducción material se lleva a cabo, fundamentalmente, a través y en el marco de relaciones capitalistas, esto es: propietarios de medios de producción que compran fuerza de trabajo ajena para producir, primero, y vender con ganancias, después, los bienes y servicios que la población consume. Resulta secundario para estos efectos si se trata de empresas privadas o estatales.
Lo anterior parece sencillo, pero tiene una serie de implicancias en distintas dimensiones sociales.
En lo político, si la sociedad es burguesa, sus instituciones y ordenamiento en dicho ámbito no pueden ser sino burguesas, de lo contrario se vería sumida en una contradicción paralizante. Esta es la idea que expresa Rosa Luxemburgo al sostener que, en una sociedad de este tipo, o sea, burguesa, «el Estado actual no puede ser concebido como “sociedad” [a secas], sino como representante de la sociedad capitalista, es decir, como Estado capitalista.»1
Lo que no debe perderse de vista es el orden causal. La burguesía es la clase políticamente dominante en Chile –y en todas las sociedades capitalistas– no porque lo dicte la Constitución, sino porque la materialidad de la realidad así lo establece. La Constitución solo consagra dicha situación en lo jurídico.
El caso es que la cruda materialidad de la realidad de las sociedades capitalistas viene dada por la propiedad de los medios de producción, cuestión que se consagra como piedra angular de todos los ordenamientos jurídicos burgueses posibles, y ante la cual todos los demás derechos son, en una u otra medida, sacrificables.
No hay forma de evadir este “pequeño” hecho de la realidad que no sea por la vía de la acción revolucionaria y colectiva de clase, cuestión que de momento no está siquiera planteada. En caso contrario, la materialidad de las relaciones capitalistas de propiedad termina imponiéndose indefectiblemente.
A esto se debe finalmente –y no a la claudicación, cooptación y/o pusilanimidad de los convencionales– que, y pese a los más febriles delirios bolcheviques de algunos, la Convención haya tenido que consagrar el derecho de propiedad en el texto de la futura Constitución.
Y lo mismo ocurre con la naturaleza del poder que encarna en la institucionalidad estatal. Aquél no cambiará su naturaleza burguesa, ni la burguesía chilena se moverá un ápice de su posición políticamente dominante, a pesar de la innovadora fórmula de “Estado Regional, plurinacional e intercultural conformado por entidades territoriales autónomas” (sic).
El real impase para la burguesía chilena en el actual escenario político, y lamentable para los trabajadores por lo perdido que significa la oportunidad, no es tanto que resulte una Constitución “radical” como una absurda por su incoherencia, inaplicabilidad práctica e incapacidad para darle estabilidad al orden burgués.
Lo ideal para los trabajadores es una Constitución lo más sencilla y clara posible. Capaz de ser entendida en sus ideas medulares por cualquier miembro de esta clase, que deje al desnudo los fundamentos del ordenamiento social y cómo se constituyen las disputas políticas y que le permita la más amplia libertad de expresión y organización. La izquierda de la Convención ha optado por el camino contrario. Cree que avanza añadiendo fraseología innecesaria y derechos de cuanto grupo identitario se le cruza.
El problema es que el alto vuelo de la imaginación de las clases medias no solo no resuelve los problemas por los que atraviesa la dominación burguesa, que incluso en una perspectiva democrática burguesa consecuente pueden ser afrontadas; sino que corre el riesgo de exacerbarlos. Es el caso de la fórmula de plurinacionalidad, interculturalidad y autonomía territorial, complementada con sistemas paralelos de justicia, para enfrentar el conflicto en el Wallmapu.
[1] Rosa Luxemburgo: Reforma o revolución, Akal, pp. 31-32. Cursivas en el original.
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